jueves, 15 de agosto de 2019

IV. Velas


Ya no eran un puñado de niños los que adornaban el jardín; la capacidad que tenía Shiro de hacer gotear los corazones de quienes le escuchaban narrar sus historias no pasó ni un segundo desapercibida.

“No dejes de contar cuentos, príncipe”. Era el grito de guerra que recibía de cada pequeña boca al final de cada tarde cuando acudía de nuevo a la batalla con sus especiales embrujos de humo y color.

A pesar de la increíble carga que suponía su vivencia, caminó despacio y se situó delante de esa expectante marabunta de ansiosos y diminutos orbes; a todos ellos conocía, a todos ellos les daba el nombre de súbditos y a todos ellos acogía en su humilde reino.

Un movimiento de sus manos trazó de nuevo figuras de vapor y empezó a agasajar a su corte, como solo un buen gobernante haría:

Ambos hermanos trenzaban el pelo de su madre con el honor de tener oro ardiendo en las manos, pero color negro como la noche. Las velas ardían como mil soles en cada punto del santuario y en ese momento no había espacio ni tiempo para tres corazones que respiraban a una sola vez.

“Estratega”, dijo ella, “nunca he sido una mujer muy letrada en el asunto de los papiros, para mí las letras bailan hasta caer rendidas de agotamiento; sin embargo, mi vista siempre ha sido mi gran maestro y mi corazón, mi juez”. Le señaló una de las velas, para él no muy conocida, puesto que venía de muy lejos, de demonios con el rostro pálido y metal ardiente.

“Esa vela no nos pertenece por derecho, no la creó el alma de nuestro pueblo”, volvió a decir, “intenta apagarla”.

El aire formó un diminuto cañonazo que salió disparado de los labios del pequeño, extinguiendo la llama y una columna de humo negro trepó violenta hasta alcanzar el techo.

La sabia bruja continuó: “Es tan terriblemente ruidosa para cualquier mirada; date cuenta de qué humo tan repugnante y qué insignificante su alma que ni aguanta el soplido de un niño”.

Ella señaló otra vela, esta vez una que en cada ritual le era conocida al joven lobo: mástil de madera con una suerte de cera moldeada a conciencia en uno de sus extremos; y su mayor virtud: una mecha en forma de cono.

“¿Y esa otra, madre?”, preguntó el otro lobezno, que se levantó para correr hacia el llamativo artefacto: “¡Si padre me educó para ser su espada predilecta en combate, ¡qué no podrá hacer el aire de mis pulmones con una estúpida llama!”.

Un cañonazo de aire del pequeño y audaz guerrero: la llama no se apagó.

Ella mató su entorno con una sonora carcajada y el estratega los miraba sorprendido; se fijó en las blancas manos de su madre, que se cruzaban en un movimiento suave para generar de la nada una violenta corriente de aire que extinguió cada anaranjado coraje de aquella sala de rezos.

Los restos de las velas gaijin eran ciertamente escandalosas: ahogaban todo con su humo. Algo distinto sucedía con las de mecha cónica: ni un solo resto de su derrota, no ocasionaban ni una delgada fibra de humo.

“Las almas de los demonios son sencillas de apagar y cualquiera puede ver cómo se han extinguido para siempre. Sin embargo, hijos míos, vosotros debéis ser como las almas de nuestro pueblo: que cuando os apaguéis, que cuando se quiebren vuestros huesos y vuestras entrañas se hagan cenizas, ni tan siquiera en ese momento, podéis permitir que se vea ni una sola muesca en vuestro rostro”.


“Que nadie sea testigo de cómo vuestro corazón se vuelve hebras de paja, y que, de esa paja, cuando salga humo, que nadie lo vea; que nadie vea cómo morís ardiendo”.

El Shiro del presente escuchó el estallar de palmadas y gritos la sorpresa de cada uno de los infantes al finalizar el relato. Sin embargo, en otra parte de su realidad se vio a sí mismo y a Kuro en aquel santuario, en ese tiempo pasado, en ese lugar...

Guardó para sí el verdadero final de la historia y con una sonora palmada, la narración vaporea estalló en colores y luz.

Todos se marcharon, como cada tarde, salvo una única alma.

Una mujer se había quedado allí sentada desde que terminó la historia. Shiro conocía la riqueza de sus ropas, pero nunca había visto su rostro. La realeza llevaba a cabo un sinfín de formas para protegerse de los estamentos a los que pisaba y ella había venido a verlo en su ostracismo: por primera vez se le permitía contemplar la cara de la princesa.

Considerablemente más joven que el lobo, sus ojos concentraban una magnitud asombrosa de dulzura fría que apaciguaba con sus rasgos pulcramente femeninos. Era delicada y se movía como si el viento fuera a romperla.

Su presencia hizo que los recuerdos le mordieran la nuca de nuevo y tuvo claramente el final del cuento ante sí.

Recordó echarse al suelo junto a su hermano cuando el general que les dio la vida entró en el santuario y destrozó cada estatuilla, cada tabla, cada remanso de paz con una locura mitad superstición mitad miedo.

Cada vela estalló haciéndose añicos.

Su madre los protegía ofreciendo su cuerpo como un objetivo en el que descargar el resto de esa violencia; las lágrimas quebraban el maquillaje que la hacía parecer una bella muñeca pálida para mostrar marcas violáceas en cada parte de su rostro.

La hechicera hacía años que aprendió a llorar sin ruido.

La hechicera aprendió también que los golpes son el precio que debe de pagar un escudo por ser el mejor en una batalla.

El caos, el dolor, la angustia y el miedo cesaron: todos a un tiempo. Un lobo negro gruñó y después se escuchó la viscosidad de un tajo en un vientre.

Shiro rompió su ensoñación de manera súbita cuando, en el presente y en aquel apacible jardín, la princesa levantó su cuerpo de la hierba y con una reverencia pidió permiso para sentarse frente a él en el interior de la modesta edificación:

— Pude ver tus mariposas y bellas historias desde el balcón de mi palacio. —Shiro sintió como si su dolor fuera una línea negra que iba siendo borrada a pinceladas de tinta blanca. Cuando la miraba, no había sufrimiento, solo una gratificante sensación de bañarse en un inmenso mar que entumece desde las entrañas hasta el alma. — ¿Querrás venir conmigo a la corte? Quiero que todo el mundo pueda escucharte. — Ella dobló su cuerpo en una reverencia, esperando pacientemente una respuesta.

Shiro daría todo lo que tuviera por mantener ese letargo interior que ella le producía, Shiro daría todo por eso que ella tenía en sus ojos y, sin meditarlo, se dobló en otra reverencia de igual magnitud.

— He nacido para conoceros, princesa, e iré con vos hasta el último pedazo de tierra del fin del mundo si no os apartáis de mi lado.

El silencio reinante en aquel momento arrojó a Shiro a otro lugar y a otro tiempo. Se vio tirado en el suelo con su madre aún inconsciente. En la oscuridad de la sala un líquido caliente lo acunaba y dirigió la vista hacia un único foco de luz: una vela, cuya mecha era un cono, que a pesar del golpe aún alumbraba.

Allí estaba el perfil insinuado de Kuro, empuñando la katana ebria de sangre de su progenitor con ambas manos. Un gorgoteo de agonía salía enfurecido de la garganta del general, que yacía arrodillado ante los pies de su hijo.

El estratega entonces escuchó las roncas palabras de su hermano venir del pasado:

“Padre, cierra los ojos”.

“Padre, no veas cómo mi corazón se ha convertido en hebras de paja”.

“Padre, no veas cómo voy a morir ardiendo”.

Un tajo acalló la vida del general y la vela se apagó para siempre.

IV. Velas

Ya no eran un puñado de niños los que adornaban el jardín; la capacidad que tenía Shiro de hacer gotear los corazones de quienes le escuc...