Sus manos se hundían en
el cuello de la bestia, enorme como una masa cruel salida de la
pesadilla de un niño; su pelaje era completamente blanco y movía su
cabeza frenética buscando una liberación que parecía no llegar
nunca.
Kuro la miraba a los ojos
mientras sentía en sus manos cómo el borboteo de la respiración de
la loba luchaba por salir al exterior. No perdió ni un detalle de la
piedad de los dos soles negros; la súplica muda de una madre que
sabe lo que está a punto de perder.
Hasta que solo hubo un
silencio, no había nada más que acunara esa caja torácica de
árboles en la que estaba encerrado con el cadáver de la alimaña:
solo un hiriente silencio. Del hocico de la loba salía una
salpicadura roja brillante que comenzó a trazar un vivo río en la
tierra que los sostenía.
—
No pude dejarte vivir. —Kuro
acarició el pelaje fino como hebras de Luna de la cabeza del
cadáver—
No serías capaz de contemplar lo
que voy a hacer ahora.
De su bolsa de viaje, un
bulto que cargaba en todo momento consigo, sacó un filo pequeño
pero de corte respetable. Con una de sus manos, palpó con tiento el
vientre de la difunta madre y notó un ligero movimiento, un golpe de
lobeznos luchadores que exigían algún tipo de venganza.
Una venganza que nunca
llegaría a consumarse contra él porque, con un movimiento veloz,
apuñaló el abdomen de la bestia repetidas veces con una saña que
se iba convirtiendo en un pegajoso dolor que Kuro sentía como una
bola de fuego, un replique lleno de luz y llamas en la parte baja de
sus pulmones:
—
¡Ven! —gritó hacia las profundidades que
se escondía detrás de los troncos de los árboles—
¡Así es como querías verme!
Fijó la vista en una
paralela hueca y oscura entre dos troncos, advirtió dos esferas
rojas y llenas de luz del tamaño de un puño cada una. La sombra
salió del abismo oscuro que era aquel terreno poco a poco, con un
paso firme y se fue dibujando delante del joven.
Un lobo gigantésco, de un
tamaño más enorme que el que había asesinado hace unos instantes,
tenía un pelaje negro como el mismo vacío, que solo se veía
corrupto por el brillo carmesí de sus ojos; su cabeza estaba
totalmente desprovista de pelo y carne, era tan solo una calavera de
hueso recio y poseía una corona llena de velas de llama inerte.
Una auténtica bestia que,
con aires de espíritu soberano, acudía a su llamado de
desesperación:
—
¿De quién más tienes que ver un
cadáver? —exclamó— ¿Cuántas
vidas me pides a cambio de una sola?
“No hay vidas
suficientes para acallar el mordisco oblícuo de un recuerdo. Mata,
despedaza, cuartea, grita, llora… no existe escapatoria cuando un
esqueje de tu vida se te ha quedado solapado en las paredes del
corazón”.
“Kuro, pídeme que
desentierre a tu princesa“.
“Pídeme que le
quite los gusanos de sus cuencas vacías y la putrefacción de sus
miembros“.
“Pídeme que
vuelva a erguirse y a llamarte de aquella manera que hacía que el
sol volviera a salir cada día por el borde de la tierra“.
“No sospechas que
tanta muerte en tus manos solo te deja un camino posible y, es tan
estrecho y oscuro, que acabarás asfixiado en las propias paredes del
túnel que has construido“.
Kuro clamó un nombre como
para encomendarse a él, uno que no se iría nunca de los pliegues de
su cerebro, y cargó contra el espectro con las manos aún manchadas
de sangre empuñando su katana.
Recordó la fluidez de la
hoja al atravesar el amasijo de carne y el sopor que vino después.
Un olor a incienso
arrebató sus fosas nasales y abrió los ojos como liberado de un
pesado sueño. A su alrededor escuchaba el tímido tañir de un
instrumento de cuerda y el rojo en muebles y objetos decorativos
predominaba en la estancia:
— ¿A quién
llamabas, durmiente? —tarareó
una voz femenina. Kuro dirigió su nublado juicio junto a sus ojos
hacia el lugar de donde parecía provenir.
Y la miró como si nunca
hubiera visto a una mujer antes. Su piel desnuda era un paraíso
lleno de tinta bermellón, azul y naranja que trazaba un tatuaje de
una carpa sobre espalda. Se anudaba las mangas de su kimono en la
cintura dejando la parte superior de su cuerpo al descubierto con una
carencia de pudor que no dejaba de fascinarle:
—
No admito un nombre de mujer que no sea el
mío entre estas cuatro paredes—
sentenció con un dulzor
venenoso—.Si
vuelves a repetirlo, te echaré a patadas como he hecho con cada
desagradecido que ha pisado mi casa.
Kuro, por primera vez en
mucho tiempo, no supo qué contestar. Su mente intentaba reunir las
pocas piezas tangibles que tenía a su alrededor: estaba
completamente desnudo, sin sus armas y hospedado en una habitación
con una bella mujer de pelo negro infinito y ojos verdes de similar
extensión. La música no cesaba y escuchaba risotadas, gemidos,
confidencias en susurros allá donde un sonido era capaz de
reverberar:
—
¿He venido aquí guiado por algún tipo de
nostalgia que me ha empujado a meterme entre tus piernas? No quiero
buscar a un monstruo yaciendo con otro de su misma calaña.
—
Vigila tu lengua, lobo —contestó—.
Tenía que haberte dejado tirado en
el bosque para que esa bestia comiera de tus entrañas hasta
hartarse —se acercó a él como lo haría un
hermoso dragón a través de una cascada—. O
quizá lo he hecho ya y esto que estás viviendo es lo más cercano
al cielo que vas a encontrar antes de morir como el desgraciado que
eres.
Con un rápido movimiento
retorció el pelo de la mujer en su propia mano y tiró de él hacia
atrás . Al instante el instrumento dejó de tañirse en la lejanía
y a través de la única ventana de la estancia una flecha rompió el
aire que surcaba y pasó a escasos centímetros de la nariz de Kuro
para terminar clavándose en la pared.
Hubo un silencio en el que
la mujer empezó a reír y el joven permaneció totalmente envarado
sin mover un solo músculo:
—
En La Carpa Roja solo existe la ley de las
mujeres que trabajan para sostenerla, lobo —dijo ella—.
Acátalas y serán dragones cálidos
y complacientes, viólalas y sabrán cómo profanar tu cadáver para
darse más placer del que obtendrán con tu muerte.
Prisionero en aquella
inusual cárcel solo pudo pensar en la veracidad de lo que acababa de
acontecer en el bosque, en la flecha que por poco le atraviesa el
cráneo y en un nombre, aquel que todavía podía sentir reciente en
sus labios:
Otohime.