lunes, 14 de mayo de 2018

III. Sopor

Sus manos se hundían en el cuello de la bestia, enorme como una masa cruel salida de la pesadilla de un niño; su pelaje era completamente blanco y movía su cabeza frenética buscando una liberación que parecía no llegar nunca.

Kuro la miraba a los ojos mientras sentía en sus manos cómo el borboteo de la respiración de la loba luchaba por salir al exterior. No perdió ni un detalle de la piedad de los dos soles negros; la súplica muda de una madre que sabe lo que está a punto de perder.

Hasta que solo hubo un silencio, no había nada más que acunara esa caja torácica de árboles en la que estaba encerrado con el cadáver de la alimaña: solo un hiriente silencio. Del hocico de la loba salía una salpicadura roja brillante que comenzó a trazar un vivo río en la tierra que los sostenía.

No pude dejarte vivir. Kuro acarició el pelaje fino como hebras de Luna de la cabeza del cadáver No serías capaz de contemplar lo que voy a hacer ahora.

De su bolsa de viaje, un bulto que cargaba en todo momento consigo, sacó un filo pequeño pero de corte respetable. Con una de sus manos, palpó con tiento el vientre de la difunta madre y notó un ligero movimiento, un golpe de lobeznos luchadores que exigían algún tipo de venganza.

Una venganza que nunca llegaría a consumarse contra él porque, con un movimiento veloz, apuñaló el abdomen de la bestia repetidas veces con una saña que se iba convirtiendo en un pegajoso dolor que Kuro sentía como una bola de fuego, un replique lleno de luz y llamas en la parte baja de sus pulmones:

¡Ven! gritó hacia las profundidades que se escondía detrás de los troncos de los árboles ¡Así es como querías verme!

Fijó la vista en una paralela hueca y oscura entre dos troncos, advirtió dos esferas rojas y llenas de luz del tamaño de un puño cada una. La sombra salió del abismo oscuro que era aquel terreno poco a poco, con un paso firme y se fue dibujando delante del joven.

Un lobo gigantésco, de un tamaño más enorme que el que había asesinado hace unos instantes, tenía un pelaje negro como el mismo vacío, que solo se veía corrupto por el brillo carmesí de sus ojos; su cabeza estaba totalmente desprovista de pelo y carne, era tan solo una calavera de hueso recio y poseía una corona llena de velas de llama inerte.

Una auténtica bestia que, con aires de espíritu soberano, acudía a su llamado de desesperación:

¿De quién más tienes que ver un cadáver? exclamó— ¿Cuántas vidas me pides a cambio de una sola?

No hay vidas suficientes para acallar el mordisco oblícuo de un recuerdo. Mata, despedaza, cuartea, grita, llora… no existe escapatoria cuando un esqueje de tu vida se te ha quedado solapado en las paredes del corazón”.

Kuro, pídeme que desentierre a tu princesa“.

Pídeme que le quite los gusanos de sus cuencas vacías y la putrefacción de sus miembros“.

Pídeme que vuelva a erguirse y a llamarte de aquella manera que hacía que el sol volviera a salir cada día por el borde de la tierra“.

No sospechas que tanta muerte en tus manos solo te deja un camino posible y, es tan estrecho y oscuro, que acabarás asfixiado en las propias paredes del túnel que has construido“.

Kuro clamó un nombre como para encomendarse a él, uno que no se iría nunca de los pliegues de su cerebro, y cargó contra el espectro con las manos aún manchadas de sangre empuñando su katana.

Recordó la fluidez de la hoja al atravesar el amasijo de carne y el sopor que vino después.

Un olor a incienso arrebató sus fosas nasales y abrió los ojos como liberado de un pesado sueño. A su alrededor escuchaba el tímido tañir de un instrumento de cuerda y el rojo en muebles y objetos decorativos predominaba en la estancia:

— ¿A quién llamabas, durmiente? tarareó una voz femenina. Kuro dirigió su nublado juicio junto a sus ojos hacia el lugar de donde parecía provenir.

Y la miró como si nunca hubiera visto a una mujer antes. Su piel desnuda era un paraíso lleno de tinta bermellón, azul y naranja que trazaba un tatuaje de una carpa sobre espalda. Se anudaba las mangas de su kimono en la cintura dejando la parte superior de su cuerpo al descubierto con una carencia de pudor que no dejaba de fascinarle:

No admito un nombre de mujer que no sea el mío entre estas cuatro paredes sentenció con un dulzor venenoso—.Si vuelves a repetirlo, te echaré a patadas como he hecho con cada desagradecido que ha pisado mi casa.

Kuro, por primera vez en mucho tiempo, no supo qué contestar. Su mente intentaba reunir las pocas piezas tangibles que tenía a su alrededor: estaba completamente desnudo, sin sus armas y hospedado en una habitación con una bella mujer de pelo negro infinito y ojos verdes de similar extensión. La música no cesaba y escuchaba risotadas, gemidos, confidencias en susurros allá donde un sonido era capaz de reverberar:

¿He venido aquí guiado por algún tipo de nostalgia que me ha empujado a meterme entre tus piernas? No quiero buscar a un monstruo yaciendo con otro de su misma calaña.

Vigila tu lengua, lobo contestó—. Tenía que haberte dejado tirado en el bosque para que esa bestia comiera de tus entrañas hasta hartarse se acercó a él como lo haría un hermoso dragón a través de una cascadaO quizá lo he hecho ya y esto que estás viviendo es lo más cercano al cielo que vas a encontrar antes de morir como el desgraciado que eres.

Con un rápido movimiento retorció el pelo de la mujer en su propia mano y tiró de él hacia atrás . Al instante el instrumento dejó de tañirse en la lejanía y a través de la única ventana de la estancia una flecha rompió el aire que surcaba y pasó a escasos centímetros de la nariz de Kuro para terminar clavándose en la pared.

Hubo un silencio en el que la mujer empezó a reír y el joven permaneció totalmente envarado sin mover un solo músculo:

En La Carpa Roja solo existe la ley de las mujeres que trabajan para sostenerla, lobo dijo ella—. Acátalas y serán dragones cálidos y complacientes, viólalas y sabrán cómo profanar tu cadáver para darse más placer del que obtendrán con tu muerte.

Prisionero en aquella inusual cárcel solo pudo pensar en la veracidad de lo que acababa de acontecer en el bosque, en la flecha que por poco le atraviesa el cráneo y en un nombre, aquel que todavía podía sentir reciente en sus labios:

Otohime.


IV. Velas

Ya no eran un puñado de niños los que adornaban el jardín; la capacidad que tenía Shiro de hacer gotear los corazones de quienes le escuc...