lunes, 19 de febrero de 2018

II. Mariposa


El sol se alzaba poderoso como un rey que admira cada ladrillo, cúpula y bóveda de su reino. Acunado por una luz que regalaba una blancura casi celestial, Shiro se dejaba mesar el pelo por unas pequeñas manos de una fragilidad imposible; dos pares de esas diminutas garras llenas de ternura humana trenzaban su negra cabellera y añadían flores a cada oscuro mechón.

Flores de ciruelo engarzadas como joyas en un mantón de príncipe oscuro y voraz; de liviano tejido similar a la seda. Sacrificio intocable era aquella melena, sin embargo, era también el más bello artefacto para los niños:

— Pareces el hijo de un rey, Shiro —río una de las niñas que entrelazaba sus dedos en el cabello.
— Ouji-sama —dijo la otra con un ligero rubor en las mejillas. El corazón de Shiro se bañó en orgullo por un momento.
— Seré vuestro príncipe siempre y cuando sigáis haciendo de este jardín mi hermoso reino.

Un enjambre de niños se sentaba frente a él en un modesto jardín situado en la parte trasera del templo; verde y engalanado de extremo a extremo con una suerte de preciosos árboles en flor hacía que cada poco cayera una lluvia de pétalos en huracanes que el viento provocaba.

Los pequeños le exigían, en absoluto silencio, una historia de tantas que Shiro dominaba, la última de cada tarde y la que más bellos colores y palabras tenía. Conocían, como un ritual casi sellado en sus almas, el momento en el que el joven cogía un pétalo de las flores de su pelo, lo apresaba entre sus manos, cerraba los ojos y una niebla rosada salía entre los huecos de sus dedos para formar figuras de asombroso realismo.

Siempre comenzaba con la representación de una mariposa monarca llena de belleza, de cristal naranja eran sus alas, como construidas a capricho por el Gran Hacedor. Tan enorme era que a través de la vidriera de sus colores, se podían ver las criaturas entre ellas, y no dejaban de proferir gritos de entusiasmo y dar palmadas de alegría; luego la hacía volar por todo el jardín mientras comenzaba a narrar:

En mi tierra hubo dos hermanos cuyo padre era poseedor de un poderoso ejército; en tiempos de paz y prosperidad, el gran dirigente compartía su sabiduría táctica y vital con sus dos vástagos. Tanta era la muda fascinación de ambos cada vez que se sentaban en torno a él para escuchar historias que un día uno de ellos le dijo: “Padre, queremos ser generales y vivir esas aventuras, ¡danos tus tropas y tu poder sobre todos los hombres!”.

El general esbozó una sonrisa y les contestó de la siguiente manera:“Serán vuestros; os daré mi caballo alazán para que los dirijáis y mi espada para que los incitéis a la muerte si tu hermano y tú me planteáis un acertijo que yo no pueda resolver”.

Cómplices se miraron los dos niños y corrieron hacia el bosque; perdieron sus ojos en la quietud de las ramas que se cernían sobre ellos como una vieja jaula hasta que la vieron, percibieron su presencia delicada y fugaz: una mariposa, que parecía observarlos con recato. Uno de ellos miró la palma de sus manos y volvió a dirigir la vista hacia el insecto, su hermano se percató de ambos detalles y le dijo: “Estratega, si la quieres, la bajaré para ti”.

Lo que tarda una estrella fugaz en morir fue lo que le llevó al muchacho subir hacia las ramas, tomarla con cautela y bajarla como tributo a su compañero de juegos. Colocó las manos encima de las de su hermano y la liberó con delicadeza, quedándose  en calma con un suave aletear en su nueva prisión: “Iremos hacia padre y la esconderé en mi espalda; le preguntaremos si cree que la mariposa vive o está muerta. Si dice lo primero, la haré volar en su presencia aún con vida; si afirma lo segundo, cerraré mi mano y se la mostraré destrozada”.

Rieron llenos de júbilo y liberados de toda culpa mientras corrían de vuelta a su hogar. Allí encontraron al cabeza de familia charlando con un par de huéspedes bélicos en el patio exterior de la casa, miró a sus hijos con un escrutinio amable y les templó la sangre con una leve sonrisa: “¿Me traéis mi acertijo?”

Así uno de ellos habló, proponiendo al su padre decidir sin saberlo sobre la frágil existencia del insecto. Deseosos imploraban con la mirada una respuesta, ya que, fuera la que fuera, ganarían un distinguido ejército con el que conquistar los confines de todo el universo. Sin embargo el general rio y les dio la enseñanza más valiosa que ambos hermanos podían atesorar durante toda su vida:

“Que adquiráis mi legado está relacionado con el destino de esa mariposa que tienes esclavizada: depende del poder de tus manos”.

Y el espectro mágico cesó de volar y estalló en millones de pequeños puntos de luz encima de los niños. El tiempo y el espacio se convirtieron en una amalgama de risas y celebraciones en las que Shiro aparentaba encajar aunque siempre acababa sintiéndose como un extraño.

Los pupilos se marcharon, como cada tarde y, como cada tarde, regresó al interior del templo. Tras atravesar un pequeño pasillo, se dirigió a la sala principal en la que pasó la mayor parte de sus años vividos, no era ostentosa comparada con otras salas del templo pero sí era la más íntima.

Una figura de mármol se alzaba en la pared del fondo, iluminada con cuantiosas velas. Las llamas se reflejaban en la escultura magistralmente esculpida mientras que una letanía tenue se escuchaba como hermoso añadido; Shiro perdía sus ojos en cada pliegue, rincón, hendidura de la estatua: un lobo blanco, desmedido en proporciones y belleza, se alzaba en sus patas traseras debido a un pequeño ser posado en su hocico: una mariposa. Ambos elementos confluían de forma armónica como protagonistas de cientos de vidas que se postraban a diario en los suelos de aquella edificación.

— Nunca desvelarás el final verdadero de la historia, joven lobo —dijo una voz masculina tras él. Un hombre de vigorosa apariencia, rozando la madurez por una suerte de canas que invadían su cabellera y, ataviado con una rica armadura en oro y plata, puso su mano en el hombro de Shiro:

— Quiero que mis narraciones engrandezcan al culto, no que lo empequeñezcan, Ryu. —Con cuidado fue retirando cada una de las flores de su pelo y las colocó a un lado del ostentoso altar—. Tú viviste aquella tarde con nosotros, charlabas animado con mi padre sobre vuestros estúpidos juegos de guerra cuando llegamos Kuro y yo.

Shiro visualizó un vertiginoso suceder de imágenes: notó una furia intensa en el corazón de su progenitor cuando le planteó el acertijo y, en un movimiento rápido con la fuerza de un titán, agarró las cabelleras de sus hijos y las cortó de un tajo para tirarlas al suelo de los establos. Esos fragmentos eran el auténtico final de cuento: un tirón violento, un calor sofocante, una mariposa hecha pedazos en el suelo, las lágrimas que caían al echarse las manos a la cabeza, descubriendo que su honor era pasto de caballos, y su padre vociferando una sentencia que nunca llegó a tener un sentido concreto para él:

“Si volvéis a tocar el alma de una mariposa, estáis muertos”.


— Él solo quería inculcarte nuestra doctrina y sé que la manera no fue la más adecuada. —Ryu, el veterano, se puso a su diestra y las llamas hicieron del dorado de su armadura un naranja intenso—¿Qué es una hermosa secuoya si desde su nacimiento tiene inclinación a crecer corva? No podíais torceros y quería vuestro respeto a través de vuestro miedo.

— Por eso en mi mano está promover los valores humanos en los que él me falló. Quiero que respeten nuestras creencias a través de la capacidad de gobierno propio y del conocimiento, no del miedo—afirmó el joven severo—. No quiero decapitar a niños por jugar con mariposas o tirarlos al río atados de manos y pies, por acariciar lobos solo porque no debe recaer una mirada sobre aquel animal que es sagrado; no quiero ser un gigante a través de aplastar a un pueblo, porque entonces a sus ojos, siempre seré diminuto.

— Con el poder que tienes, puedes arrancar al sol del lugar que ocupa en el cielo. —El comandante puso una mano en la fría piedra tallada que representaba el costado del imponente lobo—. Ahora eres mesías, profeta y protagonista de la leyenda más antigua de todas, de la que todo el mundo sabía el contenido pero pocos se atrevían a adivinar su futuro. 

Sintió que el pequeño insecto de mármol le miraba, como hace muchos años lo hizo la mariposa que él mismo asesinó. Aleteó de manera imperceptible y la llama de cada vela se sacudió violentamente, tan solo una única vez.

— Ella te está buscando, Shiro, y no parará hasta encontrarte.

El joven dirigió una mirada interrogante hacia el hombre.

Pero este había desaparecido dejando en su lugar una nube de ceniza y polvo.

IV. Velas

Ya no eran un puñado de niños los que adornaban el jardín; la capacidad que tenía Shiro de hacer gotear los corazones de quienes le escuc...