martes, 16 de enero de 2018

I. Superstición



Tan solo el recuerdo de un planeta hecho de ónice podía hacer una tímida referencia a lo que eran sus ojos.

Con una calma entumecida hasta los huesos miraba al último vestigio de honor que le quedaba con la sensación de sentir cómo le arrancaban las extremidades del cuerpo. Si se seguía manteniendo el silencio, se percibía el sonido de la rotura de la piel, del desgarro de las fibras de músculo. Incluso el llanto de su alma, que se moría de frío por momentos.

El envejecido par de manos que tenía en frente se deslizaba torpe y tembloroso para finalizar el nudo de la cuerda que mantenía unidas sus piernas, la mujer de un gran samurái debía salvaguardar su dignidad hasta la muerte:

—Tienes la mirada de un abismo, Shiro. —La sonrisa de la anciana rebanaba por completo el  cerebro del joven—. Tu padre decía que no podrías ahuyentar a los malos espíritus porque tus  ojos no emitían ningún reflejo.
—Y se quedaban dentro de mí —respondió con voz solemne sin inmutar ligeramente su rostro  de mármol—. La familia Ookami siempre ha vivido anegada en la superstición, madre.

“Quizá debido a esa maldita ridiculez, de ser tu vástago, me he convertido en el asistente de tu suicidio, en tu vomitivo kaishaku. Tu pulso ya no es firme, rara es la vez que puedes valerte por ti misma; sin embargo quieres llegar con las manos limpias allá donde vayas. Quizá no quieres cabrear a los espíritus que no se pueden mirar en mis ojos. Quizá así encuentres la paz; quizá; si no te conviertes en tierra, en podredumbre, en polvo, en nada”.

—Nuestra tradición y creencias nos acompañan hasta el fin de la vida y el honor nos sobrevive. —El tanto del cabeza de familia Ookami descansaba sobre el regazo de la mujer —. Es una máxima elemental que ni tú ni tu hermano vais a entender nunca.
—Kuro y yo hemos nacido en la ignorancia de un sistema arcaico, no ruegues entendimiento a  las mentes que has criado como estúpidas. Pide tributo a la tuya propia, madre, si es que  alguna vez has tenido cierto juicio en esa vieja cabeza.

Un sonoro chasquido restalló como resultado de la anciana, cuya mano cruzó en un movimiento rápido la cara de Shiro.

—Esa soberbia será la espada que os abra las tripas—. Rió la mujer con sorna. La mano  ejecutora de la bofetada se posó sobre la empuñadura del tanto y se lo tendió al muchacho—.  Coge todo ese odio negro y demuéstrame que yo no te parí, monstruo inútil. Traza una  segunda sonrisa debajo de mi vieja cara.

Las puertas de la humilde habitación se abrieron y casi un reflejo exacto del joven entró en la estancia mientras hacía crujir el suelo con cada pisada. Con los mismos ojos de ónix, y la cara cincelada en perfectos ángulos afilados, Kuro había dejado crecer su barba un poco más de medio centímetro. A pesar de ello, Shiro siempre percibía que su hermano era el sentimiento que podía tener al contemplarse en un espejo que devolvía una versión de sí mismo exacta, salvo que esta estaba llena de ira y fuego.

Un lobo gemelo que engulle todo lo que está a su paso, que odia con cada víscera y despedaza cada fragmento tangible e intangible de la existencia humana.

— ¿Tu pulso no titubea para abofetear a mi hermano pero sí para no poder llevar a cabo tu condena con rapidez, vieja víbora?— Kuro desenfundó la katana que traía en su cintura—¡Pon  fin a todo esto o lo haré yo de la peor manera posible!

La anciana , corva y agarrotada, clavó con movimiento firme el cuchillo en su vientre. Los ropajes blancos pasaron a teñirse de un humor borgoña, casi negruzco, mientras su cara permanecía en una mueca burlona; de máscara; de diablo.

Kuro observó en el gesto de Shiro la incapacidad para asistir a la mujer en su suicidio, por lo que decidió ser él el que segara la existencia su madre y la convirtiera en una cabeza ahogada en su propio pelo cano, que cayó produciendo un sonido sordo en los tablones de madera.

Después hubo un silencio: el silencio más deseado y temido de ambas vidas. Shiro continuaba sentado sobre sus piernas, dejándose empapar por el contaminado fluido que se había extendido hasta él mientras se miraba en los ojos de Kuro, en el brillo de su katana y en el movimiento brusco de brazo que solía utilizar para quitar al filo los restos de sangre.

Esa quietud se prolongó como una bestia hambrienta los siguientes días. Un sosiego vacuo custodiado por un cadáver decapitado, por su nombre en limpios trazos dibujado en el tamashiro, por inteligibles y eternos cantos litúrgicos, cargados de un significado ya obsoleto por aquel entonces.

Aguardiente de arroz en las gargantas de los jóvenes lobos y sal en sus oscuros ropajes. No hubo ofrendas, no hubo flores, no hubo posibilidad de rogar por perdón al mundo de las sombras.

Después del sigilo solo sonó el estruendo del par de hermanos, cargando sus escasas pertenencias, caminando sin rumbo durante un puñado de horas. Sus pasos les llevaron ante la salida del pequeño feudo; volvían a estar en frente el uno del otro, nunca renunciaron a sus negras vestimentas, ni a las katanas de su cinturón; sabían lo que valía la vida y a tener el atuendo adecuado para el fin de esta:

— ¿Cómo lo haremos?—preguntó Kuro— ¿Cómo decidiremos el camino que debemos tomar? — Sus ojos se posaron en los de su hermano mientras le miraba con una sonrisa llena de orgullo —. Habla, estratega, tú siempre has sido el creador de planes y yo la mano ejecutora.

Shiro soltó una risotada al aire y contempló a su alrededor; un naranja intenso, padre del anochecer, no dejaba a dudas de que la noche llegaría en los próximos minutos:

— Hubo un tiempo en el que dos ranas quisieron rasgar sus destinos a su antojo y ver mundo — narró Shiro—. Una de ellas era la reina de Osaka y la otra la emperatriz de Kyoto. El Hacedor  del Cielo, en sus bien trazados planes, las hizo coincidir  en un punto del viaje, justo en la mitad  exacta de los dos recorridos y se miraron a los ojos. Tal era la apertura de ambos pares de  esferas amarillentas y, tan compleja su anatomía, que hizo que lo que dejaron a sus espaldas,  que sus hogares, se proyectaran en la mirada de la compañera que tenían en frente: así la reina  vio su castillo en los ojos de la emperatriz de Osaka y esta, en los ojos de la reina, sus enormes  jardines y pagodas de Tokyo.
— Y volvieron a sus reinos teniendo por verdad lo que creyeron ver a través de los ojos de la  otra —concluyó Kuro—. ¿Recurres a viejos cuentos infantiles para transmitirme una enseñanza  o para hacerme saber tu cobardía?
— Medita sobre ello, hermano. —Se detuvo en seco y, por muda inercia, su gemelo lo hizo  también—¿Qué camino quieres que tome cuando no quiero tomar ninguno? Hagamos de  nuestra tierra un lugar mejor. —Shiro posó una de sus manos en el hombro de su hermano,  apartando el infinito pelo azabache, delicado como tela de araña—. Con tu coraje y mi sabiduría  levantaremos un reino nuevo cuyos cimientos  harán temblar los ocho pilares del mundo.

Kuro apartó con brusquedad la mano de su hombro y señaló el territorio que estaba a sus espaldas, henchido de rabia:

— Intenta levantar ese viejo feudo de muerte hasta que te destroces las manos, reúne un  ejército de cadáveres de hueso roído y dales órdenes hasta que cada sílaba te haga sangrar la  garganta, Shiro. —Se dispuso a alejarse como se alejan los que nunca miran atrás, no sin antes, repasar la cara de su hermano una vez más—. Pero no esperes me quede a ayudarte con ese  propósito.
—Con tu ausencia o sin ella lucharé por ocupar el lugar que me corresponde. —Se cruzó de  brazos en un tremendo alarde de superioridad. —Vete a vagar por el mundo como un  desterrado, intenta buscar tu corazón en desconocidos, en lugares extraños y verás que cuando  fracases y regreses a esta tierra, no te dirigirás a mí sino como tu soberano y te dejarás la  frente en el suelo de reverenciar a lo que pudiste haber sido tú.

Kuro se dio cuenta por primera vez en mucho tiempo que los ojos de su hermano comenzaban a emitir un fulgor extraño, un destello que trazaba círculos y pudo ver algo reflejado en ellos: pudo verse a sí mismo.

A la vez que notaba como una intensa quemadura palpitaba en el hombro donde Shiro había dejado caer su mano.

IV. Velas

Ya no eran un puñado de niños los que adornaban el jardín; la capacidad que tenía Shiro de hacer gotear los corazones de quienes le escuc...