jueves, 15 de agosto de 2019

IV. Velas


Ya no eran un puñado de niños los que adornaban el jardín; la capacidad que tenía Shiro de hacer gotear los corazones de quienes le escuchaban narrar sus historias no pasó ni un segundo desapercibida.

“No dejes de contar cuentos, príncipe”. Era el grito de guerra que recibía de cada pequeña boca al final de cada tarde cuando acudía de nuevo a la batalla con sus especiales embrujos de humo y color.

A pesar de la increíble carga que suponía su vivencia, caminó despacio y se situó delante de esa expectante marabunta de ansiosos y diminutos orbes; a todos ellos conocía, a todos ellos les daba el nombre de súbditos y a todos ellos acogía en su humilde reino.

Un movimiento de sus manos trazó de nuevo figuras de vapor y empezó a agasajar a su corte, como solo un buen gobernante haría:

Ambos hermanos trenzaban el pelo de su madre con el honor de tener oro ardiendo en las manos, pero color negro como la noche. Las velas ardían como mil soles en cada punto del santuario y en ese momento no había espacio ni tiempo para tres corazones que respiraban a una sola vez.

“Estratega”, dijo ella, “nunca he sido una mujer muy letrada en el asunto de los papiros, para mí las letras bailan hasta caer rendidas de agotamiento; sin embargo, mi vista siempre ha sido mi gran maestro y mi corazón, mi juez”. Le señaló una de las velas, para él no muy conocida, puesto que venía de muy lejos, de demonios con el rostro pálido y metal ardiente.

“Esa vela no nos pertenece por derecho, no la creó el alma de nuestro pueblo”, volvió a decir, “intenta apagarla”.

El aire formó un diminuto cañonazo que salió disparado de los labios del pequeño, extinguiendo la llama y una columna de humo negro trepó violenta hasta alcanzar el techo.

La sabia bruja continuó: “Es tan terriblemente ruidosa para cualquier mirada; date cuenta de qué humo tan repugnante y qué insignificante su alma que ni aguanta el soplido de un niño”.

Ella señaló otra vela, esta vez una que en cada ritual le era conocida al joven lobo: mástil de madera con una suerte de cera moldeada a conciencia en uno de sus extremos; y su mayor virtud: una mecha en forma de cono.

“¿Y esa otra, madre?”, preguntó el otro lobezno, que se levantó para correr hacia el llamativo artefacto: “¡Si padre me educó para ser su espada predilecta en combate, ¡qué no podrá hacer el aire de mis pulmones con una estúpida llama!”.

Un cañonazo de aire del pequeño y audaz guerrero: la llama no se apagó.

Ella mató su entorno con una sonora carcajada y el estratega los miraba sorprendido; se fijó en las blancas manos de su madre, que se cruzaban en un movimiento suave para generar de la nada una violenta corriente de aire que extinguió cada anaranjado coraje de aquella sala de rezos.

Los restos de las velas gaijin eran ciertamente escandalosas: ahogaban todo con su humo. Algo distinto sucedía con las de mecha cónica: ni un solo resto de su derrota, no ocasionaban ni una delgada fibra de humo.

“Las almas de los demonios son sencillas de apagar y cualquiera puede ver cómo se han extinguido para siempre. Sin embargo, hijos míos, vosotros debéis ser como las almas de nuestro pueblo: que cuando os apaguéis, que cuando se quiebren vuestros huesos y vuestras entrañas se hagan cenizas, ni tan siquiera en ese momento, podéis permitir que se vea ni una sola muesca en vuestro rostro”.


“Que nadie sea testigo de cómo vuestro corazón se vuelve hebras de paja, y que, de esa paja, cuando salga humo, que nadie lo vea; que nadie vea cómo morís ardiendo”.

El Shiro del presente escuchó el estallar de palmadas y gritos la sorpresa de cada uno de los infantes al finalizar el relato. Sin embargo, en otra parte de su realidad se vio a sí mismo y a Kuro en aquel santuario, en ese tiempo pasado, en ese lugar...

Guardó para sí el verdadero final de la historia y con una sonora palmada, la narración vaporea estalló en colores y luz.

Todos se marcharon, como cada tarde, salvo una única alma.

Una mujer se había quedado allí sentada desde que terminó la historia. Shiro conocía la riqueza de sus ropas, pero nunca había visto su rostro. La realeza llevaba a cabo un sinfín de formas para protegerse de los estamentos a los que pisaba y ella había venido a verlo en su ostracismo: por primera vez se le permitía contemplar la cara de la princesa.

Considerablemente más joven que el lobo, sus ojos concentraban una magnitud asombrosa de dulzura fría que apaciguaba con sus rasgos pulcramente femeninos. Era delicada y se movía como si el viento fuera a romperla.

Su presencia hizo que los recuerdos le mordieran la nuca de nuevo y tuvo claramente el final del cuento ante sí.

Recordó echarse al suelo junto a su hermano cuando el general que les dio la vida entró en el santuario y destrozó cada estatuilla, cada tabla, cada remanso de paz con una locura mitad superstición mitad miedo.

Cada vela estalló haciéndose añicos.

Su madre los protegía ofreciendo su cuerpo como un objetivo en el que descargar el resto de esa violencia; las lágrimas quebraban el maquillaje que la hacía parecer una bella muñeca pálida para mostrar marcas violáceas en cada parte de su rostro.

La hechicera hacía años que aprendió a llorar sin ruido.

La hechicera aprendió también que los golpes son el precio que debe de pagar un escudo por ser el mejor en una batalla.

El caos, el dolor, la angustia y el miedo cesaron: todos a un tiempo. Un lobo negro gruñó y después se escuchó la viscosidad de un tajo en un vientre.

Shiro rompió su ensoñación de manera súbita cuando, en el presente y en aquel apacible jardín, la princesa levantó su cuerpo de la hierba y con una reverencia pidió permiso para sentarse frente a él en el interior de la modesta edificación:

— Pude ver tus mariposas y bellas historias desde el balcón de mi palacio. —Shiro sintió como si su dolor fuera una línea negra que iba siendo borrada a pinceladas de tinta blanca. Cuando la miraba, no había sufrimiento, solo una gratificante sensación de bañarse en un inmenso mar que entumece desde las entrañas hasta el alma. — ¿Querrás venir conmigo a la corte? Quiero que todo el mundo pueda escucharte. — Ella dobló su cuerpo en una reverencia, esperando pacientemente una respuesta.

Shiro daría todo lo que tuviera por mantener ese letargo interior que ella le producía, Shiro daría todo por eso que ella tenía en sus ojos y, sin meditarlo, se dobló en otra reverencia de igual magnitud.

— He nacido para conoceros, princesa, e iré con vos hasta el último pedazo de tierra del fin del mundo si no os apartáis de mi lado.

El silencio reinante en aquel momento arrojó a Shiro a otro lugar y a otro tiempo. Se vio tirado en el suelo con su madre aún inconsciente. En la oscuridad de la sala un líquido caliente lo acunaba y dirigió la vista hacia un único foco de luz: una vela, cuya mecha era un cono, que a pesar del golpe aún alumbraba.

Allí estaba el perfil insinuado de Kuro, empuñando la katana ebria de sangre de su progenitor con ambas manos. Un gorgoteo de agonía salía enfurecido de la garganta del general, que yacía arrodillado ante los pies de su hijo.

El estratega entonces escuchó las roncas palabras de su hermano venir del pasado:

“Padre, cierra los ojos”.

“Padre, no veas cómo mi corazón se ha convertido en hebras de paja”.

“Padre, no veas cómo voy a morir ardiendo”.

Un tajo acalló la vida del general y la vela se apagó para siempre.

lunes, 14 de mayo de 2018

III. Sopor

Sus manos se hundían en el cuello de la bestia, enorme como una masa cruel salida de la pesadilla de un niño; su pelaje era completamente blanco y movía su cabeza frenética buscando una liberación que parecía no llegar nunca.

Kuro la miraba a los ojos mientras sentía en sus manos cómo el borboteo de la respiración de la loba luchaba por salir al exterior. No perdió ni un detalle de la piedad de los dos soles negros; la súplica muda de una madre que sabe lo que está a punto de perder.

Hasta que solo hubo un silencio, no había nada más que acunara esa caja torácica de árboles en la que estaba encerrado con el cadáver de la alimaña: solo un hiriente silencio. Del hocico de la loba salía una salpicadura roja brillante que comenzó a trazar un vivo río en la tierra que los sostenía.

No pude dejarte vivir. Kuro acarició el pelaje fino como hebras de Luna de la cabeza del cadáver No serías capaz de contemplar lo que voy a hacer ahora.

De su bolsa de viaje, un bulto que cargaba en todo momento consigo, sacó un filo pequeño pero de corte respetable. Con una de sus manos, palpó con tiento el vientre de la difunta madre y notó un ligero movimiento, un golpe de lobeznos luchadores que exigían algún tipo de venganza.

Una venganza que nunca llegaría a consumarse contra él porque, con un movimiento veloz, apuñaló el abdomen de la bestia repetidas veces con una saña que se iba convirtiendo en un pegajoso dolor que Kuro sentía como una bola de fuego, un replique lleno de luz y llamas en la parte baja de sus pulmones:

¡Ven! gritó hacia las profundidades que se escondía detrás de los troncos de los árboles ¡Así es como querías verme!

Fijó la vista en una paralela hueca y oscura entre dos troncos, advirtió dos esferas rojas y llenas de luz del tamaño de un puño cada una. La sombra salió del abismo oscuro que era aquel terreno poco a poco, con un paso firme y se fue dibujando delante del joven.

Un lobo gigantésco, de un tamaño más enorme que el que había asesinado hace unos instantes, tenía un pelaje negro como el mismo vacío, que solo se veía corrupto por el brillo carmesí de sus ojos; su cabeza estaba totalmente desprovista de pelo y carne, era tan solo una calavera de hueso recio y poseía una corona llena de velas de llama inerte.

Una auténtica bestia que, con aires de espíritu soberano, acudía a su llamado de desesperación:

¿De quién más tienes que ver un cadáver? exclamó— ¿Cuántas vidas me pides a cambio de una sola?

No hay vidas suficientes para acallar el mordisco oblícuo de un recuerdo. Mata, despedaza, cuartea, grita, llora… no existe escapatoria cuando un esqueje de tu vida se te ha quedado solapado en las paredes del corazón”.

Kuro, pídeme que desentierre a tu princesa“.

Pídeme que le quite los gusanos de sus cuencas vacías y la putrefacción de sus miembros“.

Pídeme que vuelva a erguirse y a llamarte de aquella manera que hacía que el sol volviera a salir cada día por el borde de la tierra“.

No sospechas que tanta muerte en tus manos solo te deja un camino posible y, es tan estrecho y oscuro, que acabarás asfixiado en las propias paredes del túnel que has construido“.

Kuro clamó un nombre como para encomendarse a él, uno que no se iría nunca de los pliegues de su cerebro, y cargó contra el espectro con las manos aún manchadas de sangre empuñando su katana.

Recordó la fluidez de la hoja al atravesar el amasijo de carne y el sopor que vino después.

Un olor a incienso arrebató sus fosas nasales y abrió los ojos como liberado de un pesado sueño. A su alrededor escuchaba el tímido tañir de un instrumento de cuerda y el rojo en muebles y objetos decorativos predominaba en la estancia:

— ¿A quién llamabas, durmiente? tarareó una voz femenina. Kuro dirigió su nublado juicio junto a sus ojos hacia el lugar de donde parecía provenir.

Y la miró como si nunca hubiera visto a una mujer antes. Su piel desnuda era un paraíso lleno de tinta bermellón, azul y naranja que trazaba un tatuaje de una carpa sobre espalda. Se anudaba las mangas de su kimono en la cintura dejando la parte superior de su cuerpo al descubierto con una carencia de pudor que no dejaba de fascinarle:

No admito un nombre de mujer que no sea el mío entre estas cuatro paredes sentenció con un dulzor venenoso—.Si vuelves a repetirlo, te echaré a patadas como he hecho con cada desagradecido que ha pisado mi casa.

Kuro, por primera vez en mucho tiempo, no supo qué contestar. Su mente intentaba reunir las pocas piezas tangibles que tenía a su alrededor: estaba completamente desnudo, sin sus armas y hospedado en una habitación con una bella mujer de pelo negro infinito y ojos verdes de similar extensión. La música no cesaba y escuchaba risotadas, gemidos, confidencias en susurros allá donde un sonido era capaz de reverberar:

¿He venido aquí guiado por algún tipo de nostalgia que me ha empujado a meterme entre tus piernas? No quiero buscar a un monstruo yaciendo con otro de su misma calaña.

Vigila tu lengua, lobo contestó—. Tenía que haberte dejado tirado en el bosque para que esa bestia comiera de tus entrañas hasta hartarse se acercó a él como lo haría un hermoso dragón a través de una cascadaO quizá lo he hecho ya y esto que estás viviendo es lo más cercano al cielo que vas a encontrar antes de morir como el desgraciado que eres.

Con un rápido movimiento retorció el pelo de la mujer en su propia mano y tiró de él hacia atrás . Al instante el instrumento dejó de tañirse en la lejanía y a través de la única ventana de la estancia una flecha rompió el aire que surcaba y pasó a escasos centímetros de la nariz de Kuro para terminar clavándose en la pared.

Hubo un silencio en el que la mujer empezó a reír y el joven permaneció totalmente envarado sin mover un solo músculo:

En La Carpa Roja solo existe la ley de las mujeres que trabajan para sostenerla, lobo dijo ella—. Acátalas y serán dragones cálidos y complacientes, viólalas y sabrán cómo profanar tu cadáver para darse más placer del que obtendrán con tu muerte.

Prisionero en aquella inusual cárcel solo pudo pensar en la veracidad de lo que acababa de acontecer en el bosque, en la flecha que por poco le atraviesa el cráneo y en un nombre, aquel que todavía podía sentir reciente en sus labios:

Otohime.


lunes, 19 de febrero de 2018

II. Mariposa


El sol se alzaba poderoso como un rey que admira cada ladrillo, cúpula y bóveda de su reino. Acunado por una luz que regalaba una blancura casi celestial, Shiro se dejaba mesar el pelo por unas pequeñas manos de una fragilidad imposible; dos pares de esas diminutas garras llenas de ternura humana trenzaban su negra cabellera y añadían flores a cada oscuro mechón.

Flores de ciruelo engarzadas como joyas en un mantón de príncipe oscuro y voraz; de liviano tejido similar a la seda. Sacrificio intocable era aquella melena, sin embargo, era también el más bello artefacto para los niños:

— Pareces el hijo de un rey, Shiro —río una de las niñas que entrelazaba sus dedos en el cabello.
— Ouji-sama —dijo la otra con un ligero rubor en las mejillas. El corazón de Shiro se bañó en orgullo por un momento.
— Seré vuestro príncipe siempre y cuando sigáis haciendo de este jardín mi hermoso reino.

Un enjambre de niños se sentaba frente a él en un modesto jardín situado en la parte trasera del templo; verde y engalanado de extremo a extremo con una suerte de preciosos árboles en flor hacía que cada poco cayera una lluvia de pétalos en huracanes que el viento provocaba.

Los pequeños le exigían, en absoluto silencio, una historia de tantas que Shiro dominaba, la última de cada tarde y la que más bellos colores y palabras tenía. Conocían, como un ritual casi sellado en sus almas, el momento en el que el joven cogía un pétalo de las flores de su pelo, lo apresaba entre sus manos, cerraba los ojos y una niebla rosada salía entre los huecos de sus dedos para formar figuras de asombroso realismo.

Siempre comenzaba con la representación de una mariposa monarca llena de belleza, de cristal naranja eran sus alas, como construidas a capricho por el Gran Hacedor. Tan enorme era que a través de la vidriera de sus colores, se podían ver las criaturas entre ellas, y no dejaban de proferir gritos de entusiasmo y dar palmadas de alegría; luego la hacía volar por todo el jardín mientras comenzaba a narrar:

En mi tierra hubo dos hermanos cuyo padre era poseedor de un poderoso ejército; en tiempos de paz y prosperidad, el gran dirigente compartía su sabiduría táctica y vital con sus dos vástagos. Tanta era la muda fascinación de ambos cada vez que se sentaban en torno a él para escuchar historias que un día uno de ellos le dijo: “Padre, queremos ser generales y vivir esas aventuras, ¡danos tus tropas y tu poder sobre todos los hombres!”.

El general esbozó una sonrisa y les contestó de la siguiente manera:“Serán vuestros; os daré mi caballo alazán para que los dirijáis y mi espada para que los incitéis a la muerte si tu hermano y tú me planteáis un acertijo que yo no pueda resolver”.

Cómplices se miraron los dos niños y corrieron hacia el bosque; perdieron sus ojos en la quietud de las ramas que se cernían sobre ellos como una vieja jaula hasta que la vieron, percibieron su presencia delicada y fugaz: una mariposa, que parecía observarlos con recato. Uno de ellos miró la palma de sus manos y volvió a dirigir la vista hacia el insecto, su hermano se percató de ambos detalles y le dijo: “Estratega, si la quieres, la bajaré para ti”.

Lo que tarda una estrella fugaz en morir fue lo que le llevó al muchacho subir hacia las ramas, tomarla con cautela y bajarla como tributo a su compañero de juegos. Colocó las manos encima de las de su hermano y la liberó con delicadeza, quedándose  en calma con un suave aletear en su nueva prisión: “Iremos hacia padre y la esconderé en mi espalda; le preguntaremos si cree que la mariposa vive o está muerta. Si dice lo primero, la haré volar en su presencia aún con vida; si afirma lo segundo, cerraré mi mano y se la mostraré destrozada”.

Rieron llenos de júbilo y liberados de toda culpa mientras corrían de vuelta a su hogar. Allí encontraron al cabeza de familia charlando con un par de huéspedes bélicos en el patio exterior de la casa, miró a sus hijos con un escrutinio amable y les templó la sangre con una leve sonrisa: “¿Me traéis mi acertijo?”

Así uno de ellos habló, proponiendo al su padre decidir sin saberlo sobre la frágil existencia del insecto. Deseosos imploraban con la mirada una respuesta, ya que, fuera la que fuera, ganarían un distinguido ejército con el que conquistar los confines de todo el universo. Sin embargo el general rio y les dio la enseñanza más valiosa que ambos hermanos podían atesorar durante toda su vida:

“Que adquiráis mi legado está relacionado con el destino de esa mariposa que tienes esclavizada: depende del poder de tus manos”.

Y el espectro mágico cesó de volar y estalló en millones de pequeños puntos de luz encima de los niños. El tiempo y el espacio se convirtieron en una amalgama de risas y celebraciones en las que Shiro aparentaba encajar aunque siempre acababa sintiéndose como un extraño.

Los pupilos se marcharon, como cada tarde y, como cada tarde, regresó al interior del templo. Tras atravesar un pequeño pasillo, se dirigió a la sala principal en la que pasó la mayor parte de sus años vividos, no era ostentosa comparada con otras salas del templo pero sí era la más íntima.

Una figura de mármol se alzaba en la pared del fondo, iluminada con cuantiosas velas. Las llamas se reflejaban en la escultura magistralmente esculpida mientras que una letanía tenue se escuchaba como hermoso añadido; Shiro perdía sus ojos en cada pliegue, rincón, hendidura de la estatua: un lobo blanco, desmedido en proporciones y belleza, se alzaba en sus patas traseras debido a un pequeño ser posado en su hocico: una mariposa. Ambos elementos confluían de forma armónica como protagonistas de cientos de vidas que se postraban a diario en los suelos de aquella edificación.

— Nunca desvelarás el final verdadero de la historia, joven lobo —dijo una voz masculina tras él. Un hombre de vigorosa apariencia, rozando la madurez por una suerte de canas que invadían su cabellera y, ataviado con una rica armadura en oro y plata, puso su mano en el hombro de Shiro:

— Quiero que mis narraciones engrandezcan al culto, no que lo empequeñezcan, Ryu. —Con cuidado fue retirando cada una de las flores de su pelo y las colocó a un lado del ostentoso altar—. Tú viviste aquella tarde con nosotros, charlabas animado con mi padre sobre vuestros estúpidos juegos de guerra cuando llegamos Kuro y yo.

Shiro visualizó un vertiginoso suceder de imágenes: notó una furia intensa en el corazón de su progenitor cuando le planteó el acertijo y, en un movimiento rápido con la fuerza de un titán, agarró las cabelleras de sus hijos y las cortó de un tajo para tirarlas al suelo de los establos. Esos fragmentos eran el auténtico final de cuento: un tirón violento, un calor sofocante, una mariposa hecha pedazos en el suelo, las lágrimas que caían al echarse las manos a la cabeza, descubriendo que su honor era pasto de caballos, y su padre vociferando una sentencia que nunca llegó a tener un sentido concreto para él:

“Si volvéis a tocar el alma de una mariposa, estáis muertos”.


— Él solo quería inculcarte nuestra doctrina y sé que la manera no fue la más adecuada. —Ryu, el veterano, se puso a su diestra y las llamas hicieron del dorado de su armadura un naranja intenso—¿Qué es una hermosa secuoya si desde su nacimiento tiene inclinación a crecer corva? No podíais torceros y quería vuestro respeto a través de vuestro miedo.

— Por eso en mi mano está promover los valores humanos en los que él me falló. Quiero que respeten nuestras creencias a través de la capacidad de gobierno propio y del conocimiento, no del miedo—afirmó el joven severo—. No quiero decapitar a niños por jugar con mariposas o tirarlos al río atados de manos y pies, por acariciar lobos solo porque no debe recaer una mirada sobre aquel animal que es sagrado; no quiero ser un gigante a través de aplastar a un pueblo, porque entonces a sus ojos, siempre seré diminuto.

— Con el poder que tienes, puedes arrancar al sol del lugar que ocupa en el cielo. —El comandante puso una mano en la fría piedra tallada que representaba el costado del imponente lobo—. Ahora eres mesías, profeta y protagonista de la leyenda más antigua de todas, de la que todo el mundo sabía el contenido pero pocos se atrevían a adivinar su futuro. 

Sintió que el pequeño insecto de mármol le miraba, como hace muchos años lo hizo la mariposa que él mismo asesinó. Aleteó de manera imperceptible y la llama de cada vela se sacudió violentamente, tan solo una única vez.

— Ella te está buscando, Shiro, y no parará hasta encontrarte.

El joven dirigió una mirada interrogante hacia el hombre.

Pero este había desaparecido dejando en su lugar una nube de ceniza y polvo.

martes, 16 de enero de 2018

I. Superstición



Tan solo el recuerdo de un planeta hecho de ónice podía hacer una tímida referencia a lo que eran sus ojos.

Con una calma entumecida hasta los huesos miraba al último vestigio de honor que le quedaba con la sensación de sentir cómo le arrancaban las extremidades del cuerpo. Si se seguía manteniendo el silencio, se percibía el sonido de la rotura de la piel, del desgarro de las fibras de músculo. Incluso el llanto de su alma, que se moría de frío por momentos.

El envejecido par de manos que tenía en frente se deslizaba torpe y tembloroso para finalizar el nudo de la cuerda que mantenía unidas sus piernas, la mujer de un gran samurái debía salvaguardar su dignidad hasta la muerte:

—Tienes la mirada de un abismo, Shiro. —La sonrisa de la anciana rebanaba por completo el  cerebro del joven—. Tu padre decía que no podrías ahuyentar a los malos espíritus porque tus  ojos no emitían ningún reflejo.
—Y se quedaban dentro de mí —respondió con voz solemne sin inmutar ligeramente su rostro  de mármol—. La familia Ookami siempre ha vivido anegada en la superstición, madre.

“Quizá debido a esa maldita ridiculez, de ser tu vástago, me he convertido en el asistente de tu suicidio, en tu vomitivo kaishaku. Tu pulso ya no es firme, rara es la vez que puedes valerte por ti misma; sin embargo quieres llegar con las manos limpias allá donde vayas. Quizá no quieres cabrear a los espíritus que no se pueden mirar en mis ojos. Quizá así encuentres la paz; quizá; si no te conviertes en tierra, en podredumbre, en polvo, en nada”.

—Nuestra tradición y creencias nos acompañan hasta el fin de la vida y el honor nos sobrevive. —El tanto del cabeza de familia Ookami descansaba sobre el regazo de la mujer —. Es una máxima elemental que ni tú ni tu hermano vais a entender nunca.
—Kuro y yo hemos nacido en la ignorancia de un sistema arcaico, no ruegues entendimiento a  las mentes que has criado como estúpidas. Pide tributo a la tuya propia, madre, si es que  alguna vez has tenido cierto juicio en esa vieja cabeza.

Un sonoro chasquido restalló como resultado de la anciana, cuya mano cruzó en un movimiento rápido la cara de Shiro.

—Esa soberbia será la espada que os abra las tripas—. Rió la mujer con sorna. La mano  ejecutora de la bofetada se posó sobre la empuñadura del tanto y se lo tendió al muchacho—.  Coge todo ese odio negro y demuéstrame que yo no te parí, monstruo inútil. Traza una  segunda sonrisa debajo de mi vieja cara.

Las puertas de la humilde habitación se abrieron y casi un reflejo exacto del joven entró en la estancia mientras hacía crujir el suelo con cada pisada. Con los mismos ojos de ónix, y la cara cincelada en perfectos ángulos afilados, Kuro había dejado crecer su barba un poco más de medio centímetro. A pesar de ello, Shiro siempre percibía que su hermano era el sentimiento que podía tener al contemplarse en un espejo que devolvía una versión de sí mismo exacta, salvo que esta estaba llena de ira y fuego.

Un lobo gemelo que engulle todo lo que está a su paso, que odia con cada víscera y despedaza cada fragmento tangible e intangible de la existencia humana.

— ¿Tu pulso no titubea para abofetear a mi hermano pero sí para no poder llevar a cabo tu condena con rapidez, vieja víbora?— Kuro desenfundó la katana que traía en su cintura—¡Pon  fin a todo esto o lo haré yo de la peor manera posible!

La anciana , corva y agarrotada, clavó con movimiento firme el cuchillo en su vientre. Los ropajes blancos pasaron a teñirse de un humor borgoña, casi negruzco, mientras su cara permanecía en una mueca burlona; de máscara; de diablo.

Kuro observó en el gesto de Shiro la incapacidad para asistir a la mujer en su suicidio, por lo que decidió ser él el que segara la existencia su madre y la convirtiera en una cabeza ahogada en su propio pelo cano, que cayó produciendo un sonido sordo en los tablones de madera.

Después hubo un silencio: el silencio más deseado y temido de ambas vidas. Shiro continuaba sentado sobre sus piernas, dejándose empapar por el contaminado fluido que se había extendido hasta él mientras se miraba en los ojos de Kuro, en el brillo de su katana y en el movimiento brusco de brazo que solía utilizar para quitar al filo los restos de sangre.

Esa quietud se prolongó como una bestia hambrienta los siguientes días. Un sosiego vacuo custodiado por un cadáver decapitado, por su nombre en limpios trazos dibujado en el tamashiro, por inteligibles y eternos cantos litúrgicos, cargados de un significado ya obsoleto por aquel entonces.

Aguardiente de arroz en las gargantas de los jóvenes lobos y sal en sus oscuros ropajes. No hubo ofrendas, no hubo flores, no hubo posibilidad de rogar por perdón al mundo de las sombras.

Después del sigilo solo sonó el estruendo del par de hermanos, cargando sus escasas pertenencias, caminando sin rumbo durante un puñado de horas. Sus pasos les llevaron ante la salida del pequeño feudo; volvían a estar en frente el uno del otro, nunca renunciaron a sus negras vestimentas, ni a las katanas de su cinturón; sabían lo que valía la vida y a tener el atuendo adecuado para el fin de esta:

— ¿Cómo lo haremos?—preguntó Kuro— ¿Cómo decidiremos el camino que debemos tomar? — Sus ojos se posaron en los de su hermano mientras le miraba con una sonrisa llena de orgullo —. Habla, estratega, tú siempre has sido el creador de planes y yo la mano ejecutora.

Shiro soltó una risotada al aire y contempló a su alrededor; un naranja intenso, padre del anochecer, no dejaba a dudas de que la noche llegaría en los próximos minutos:

— Hubo un tiempo en el que dos ranas quisieron rasgar sus destinos a su antojo y ver mundo — narró Shiro—. Una de ellas era la reina de Osaka y la otra la emperatriz de Kyoto. El Hacedor  del Cielo, en sus bien trazados planes, las hizo coincidir  en un punto del viaje, justo en la mitad  exacta de los dos recorridos y se miraron a los ojos. Tal era la apertura de ambos pares de  esferas amarillentas y, tan compleja su anatomía, que hizo que lo que dejaron a sus espaldas,  que sus hogares, se proyectaran en la mirada de la compañera que tenían en frente: así la reina  vio su castillo en los ojos de la emperatriz de Osaka y esta, en los ojos de la reina, sus enormes  jardines y pagodas de Tokyo.
— Y volvieron a sus reinos teniendo por verdad lo que creyeron ver a través de los ojos de la  otra —concluyó Kuro—. ¿Recurres a viejos cuentos infantiles para transmitirme una enseñanza  o para hacerme saber tu cobardía?
— Medita sobre ello, hermano. —Se detuvo en seco y, por muda inercia, su gemelo lo hizo  también—¿Qué camino quieres que tome cuando no quiero tomar ninguno? Hagamos de  nuestra tierra un lugar mejor. —Shiro posó una de sus manos en el hombro de su hermano,  apartando el infinito pelo azabache, delicado como tela de araña—. Con tu coraje y mi sabiduría  levantaremos un reino nuevo cuyos cimientos  harán temblar los ocho pilares del mundo.

Kuro apartó con brusquedad la mano de su hombro y señaló el territorio que estaba a sus espaldas, henchido de rabia:

— Intenta levantar ese viejo feudo de muerte hasta que te destroces las manos, reúne un  ejército de cadáveres de hueso roído y dales órdenes hasta que cada sílaba te haga sangrar la  garganta, Shiro. —Se dispuso a alejarse como se alejan los que nunca miran atrás, no sin antes, repasar la cara de su hermano una vez más—. Pero no esperes me quede a ayudarte con ese  propósito.
—Con tu ausencia o sin ella lucharé por ocupar el lugar que me corresponde. —Se cruzó de  brazos en un tremendo alarde de superioridad. —Vete a vagar por el mundo como un  desterrado, intenta buscar tu corazón en desconocidos, en lugares extraños y verás que cuando  fracases y regreses a esta tierra, no te dirigirás a mí sino como tu soberano y te dejarás la  frente en el suelo de reverenciar a lo que pudiste haber sido tú.

Kuro se dio cuenta por primera vez en mucho tiempo que los ojos de su hermano comenzaban a emitir un fulgor extraño, un destello que trazaba círculos y pudo ver algo reflejado en ellos: pudo verse a sí mismo.

A la vez que notaba como una intensa quemadura palpitaba en el hombro donde Shiro había dejado caer su mano.

IV. Velas

Ya no eran un puñado de niños los que adornaban el jardín; la capacidad que tenía Shiro de hacer gotear los corazones de quienes le escuc...